Saturday, February 28, 2009

La belleza japonesa

Todas las bellezas emocionan, pero la belleza japonesa resulta todavía más desgarradora. En primer lugar porque esa tez de lis, esos ojos suaves, esa nariz de aletas inimitables, esos labios de contornos tan dibujados, esa complicada dulzura de los rasgos y bastan para eclipsar los rostros más logrados.
En segundo lugar, porque sus modales las estilizan y las convierten en una obra de arte que va más allá de lo racional.
Y por último -y sobre todo-, porque una belleza que ha sobrevivido a tantos corsés físicos y mentales, a tantas coacciones, abusos, absurdas prohibiciones, dogmas, asfixia, desolación, sadismo, conspiración de silencio y humillaciones, una belleza así constituye un milagro de heroísmo.

No es que la nipona sea una víctima, nada más lejos de la realidad. De todas las mujeres del planeta, la nipona no es de las que salen peor paradas. Su poder es considerable: hablo por experiencia.
No: si por algo merece ser admirada la japonesa -y merece serlo- es porque no se suicida. Conspiran contra su ideal desde la más tierna infancia. Moldean su cerebro: "Si a los veinticinco años todavía no te has casado, tendrás una buena razón para sentirte avergonzada", "si sonríes perderás tu distinción", "si tu rostro expresa algún sentimiento, te convertirás en una persona vulgar", "si mencionas la existencia de un solo pelo sobre tu cuerpo, te convertirás en un ser inmundo", "si, en público, un muchacho te da un beso en la mejilla, eres una cerda", "si dormir te produce placer, eres una vaca", etc. Estos preceptos resultarían anecdóticos si no la emprendieran también con la mente.

Porque, en resumidas cuentas, la estocada que, a través de todos estos dogmas incongruentes, se ha asestado a la nipona es que nada bueno debe esperar de la vida. No aspires a disfrutar porque tu placer te destruirá. No aspires a enamorarte porque no mereces que nadie se enamore de ti: los que te amarían te amarían por tu apariencia, nunca por lo que eres. No esperes que la vida te dé algo, porque cada año que pase te quitará algo. Ni siquiera aspires a una cosa tan sencilla como alcanzar la tranquilidad, porque no tienes ningún motivo para estar tranquila.

Aspira a trabajar. Teniendo en cuenta tu sexo, existen pocas posibilidades de que puedas labrarte una buena educación, pero aspira a servir a tu empresa. Trabajar te hará ganar dinero, el cual no te proporcionará ninguna alegría pero al que eventualmente podrás recurrir, en caso de matrimonio, por ejemplo -porque no serás tan estúpida como para creer que alguien pueda interesarse por ti únicamente, por tu valor intrínseco...

Aparte de eso, puedes aspirar a llegar a vieja, lo que, no obstante, carece de interés, y a no conocer el deshonor, lo que constituye un fin en sí mismo. Aquí termina la lista de tus lícitas esperanzas. Y aquí empieza la interminable procesión de tus estériles deberes. Deberás ser irreprochable, por la simple razón de que es lo mínimo a lo que se puede aspirar. Ser irreprochable sólo te reportará el ser irreprochable, lo que no constituye ni un orgullo ni mucho menos una fuente de placer.
Me resultaría imposible enumerar todas tus obligaciones, ya que no existe ni un minuto de tu vida que no esté regido por alguna de ellas. Por ejemplo, incluso cuando estés aislada en un retrete por la humilde necesidad de liberar tu vejiga, tendrás la obligación de vigilar que nadie pueda escuchar la melodía de tu arroyo: así pues, deberás tirar de la cadena sin cesar.

Cito este ejemplo para que comprendas lo siguiente: si incluso dominios tan íntimos e insignificantes de tu existencia están sometidos a mandamientos, piensa, con mayor razón, en la amplitud de las obligaciones que pesarán sobre los momentos más esenciales de tu vida. 

¿Tienes hambre? Apenas comas, ya que debes mantenerte delgada, no por el placer de ver cómo la gente se vuelve al paso de tu silueta por la calle -no lo harán-, sino porque resulta vergonzoso tener curvas.
Tienes la obligación de ser hermosa. Si lo consigues, tu belleza no te proporcionará satisfacción alguna. Los únicos halagos que recibirás procederán de los occidentales, y todos sabemos hasta qué punto carecen de buen gusto. Si admiras tu propia belleza reflejada en el espejo, que sea por temor y no por placer: ya que tu belleza no te proporcionará más que el pánico a perderla. Si eres guapa, no serás gran cosa; si no eres guapa, serás menos que nada.

Tienes la obligación de casarte, a ser posible antes de los veinticinco años, tu edad de caducidad. Tu marido no te dará amor, salvo que sea un retrasado mental, y ser amada por un retrasado no proporciona felicidad alguna. De todos modos, no te darás cuenta de si te quiere o no.
A las dos de la madrugada, un hombre agotado y a menudo borracho regresará para derrumbarse sobre el lecho conyugal, que abandonará a las seis de la mañana sin haberte dicho ni una palabra. 

Tienes la obligación de tener hijos, a los que tratarás como a dioses hasta los tres años, edad en la que, de repente, los expulsarás del paraíso para alistarlos al servicio militar, que durará desde los tres hasta los dieciocho años y, más tarde, desde los veinticinco hasta el día de su muerte. Estás obligada a traer al mundo a seres que serán todavía más infelices en la medida en que en los tres primeros años de su vida les habrán inculcado la noción de felicidad.

¿Te parece horrible? No eres la única en opinar así. Tus semejantes piensan del mismo modo desde 1960. Y ya ves de qué les ha servido. Muchas de ellas se rebelaron y quizás tú también te rebeles durante el único periodo libre de tu vida, entre los dieciocho y los veinticinco años. Pero, a los veinticinco años, de repente te darás cuenta de que todavía no te has casado y te sentirás avergonzada. Cambiarás tu ropa excéntrica por un aseado vestido, medias blancas y grotescos zapatos de tacón, someterás tu espléndida y lisa cabellera a un lamentable peinado y te sentirás aliviada si alguien -marido o jefe- manifiesta algún deseo hacia ti.

En el caso más que improbable de que te cases por amor, todavía serás más desgraciada, ya que verás sufrir a tu marido. Será mejor que no le ames: eso te permitirá asistir con indiferencia al naufragio de sus ideales, porque tu marido todavía los tendrá. Por ejemplo, le habrán hecho creer que sería amado por una mujer. No obstante, pronto se dará cuenta de que no le amas. ¿Cómo podrías amar a alguien si tienes un molde de yeso en lugar de corazón? [...] 
(Amélie Nothomb, "Estupor y temblores" pp. 71-76, Anagrama 2000)